Cada dos meses se acaba el país de Jauja.
Mi medio de transporte sufre una transformación brutal.
Del auto a la flota, de la flota al metro, de la cama al paradero.
Eso implica levantarse más temprano, poder darse menos tiempo de flojeo en la mañana y caminar con velocidad por el terminal, ir al paradero y esperar asomando la cabeza rumbo al poniente. En esos momentos veo los titulares, la silueta de la mujer del kiosco (oculta entre tanto paquete de papel metálico). Si tengo suerte pasa la quinientos y algo. Valido, subo y me arrimo a algún fierro bañado en plástico.
Hace meses que mi vida cambió.
Mi reproductor de mp3 tiene mala la entrada de audífonos.
Por eso leo, cuando puedo.
Por eso puedo cuando quiero.
Escucho siempre, pero anoto poco.
El voyeurismo se ha transformado en una institución alimentada por estudiantes que envían mails.
Y los 45 minutos se prolongan hasta casi las dos horas de ida. Las casi dos de vuelta.
"Ninguno viene de vuelta", dijo Patespin el lunes pasado.
Es como masoquista, pero viajar en micro es siempre una oportunidad.
De leerse un libro liviano, de escuchar una buena frase o de mirar para afuera mientras el cerebro acompaña al cantante de turno.
Cada dos meses me cambian los días.
Cada dos meses se acaba el país de Jauja.
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